Guillermo Díaz Méndez, Francisco J. Ocampo Torres, Rogelio Hasimoto Beltrán y Bernardo Esquivel Trava
Con principios físicos postulados a finales del siglo XIX, los radares se desarrollaron de manera secreta –pero simultánea– en varios países de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. El término radar se acuñó a partir de las iniciales de Radio Detection and Ranging, que en inglés designaban a un aparato que empleaba ondas de radio para detectar objetos en el aire o en el mar, y estimar su localización.
Esta tecnología fue particularmente valiosa durante la guerra porque permitió detectar barcos y aviones enemigos tanto de día como de noche, aun en presencia de la niebla más intensa.
Con el tiempo, se propuso una nueva clasificación para las diferentes ondas que forman parte de la llamada radiación electromagnética (de la cual forma parte la luz que emiten el sol y las estrellas) y a las ondas de radio que se utilizaban en estos radares se les redefinió como microondas.
De acuerdo con esa reclasificación, pertenecen a este grupo aquella porción de la radiación electromagnética cuya longitud de onda, es decir, la distancia que existe entre dos crestas o dos valles sucesivos, mida de 1 mm a 1 metros –para nuestros lectores más técnicos, eso corresponde a valores de frecuencia de aproximadamente trescientos millones a trescientos mil millones de ciclos por segundo.
Las observaciones realizadas con la tecnología del radar son relevantes para detectar objetos en la superficie del océano, por ejemplo, cuando la nubosidad o la oscuridad son tales que impiden su observación a simple vista. Por lo tanto, es común ver radares –los llamados radares marinos o radares de navegación– instalados en las partes altas de los grandes barcos mercantes y pesqueros, por ejemplo, así como en puertos de mar, aeropuertos –donde suelen instalarse los famosos radares meteorológicos para detectar lluvia, tema que no tocaremos en este artículo–, y otras estaciones terrestres, como la que se muestra en la figura 1.
Aunque en nuestro caso no se trata de detectar buques enemigos, investigadores del CICESE en Ensenada, del CIMAT en Guanajuato e independientes, (grupo de Teledetección Activa de la Rugosidad Superficial del Océano, TARSO; https://tarso.cicese.mx/), aprovechamos la tecnología del radar y los métodos computacionales avanzados para localizar grandes balsas y filamentos de sargazo que, flotando en la superficie del océano, son arrastrados por las corrientes marinas hacia las costas del Caribe mexicano (figura 2). Allí, si se acumulan en grandes cantidades, pueden llegar a causar fuertes impactos a la salud y a la economía de la región.
¿Y cómo se detecta el sargazo? Pues bien, en analogía con la eco-localización animal, como la que emplean delfines y murciélagos, por ejemplo, algunos radares forman imágenes con la reflexión de las microondas que emiten hacia la superficie del mar.
La señal reflejada por el sargazo tiende a ser de mayor intensidad que la del agua de mar que le rodea.
En la figura 3, donde mostramos una imagen de radar adquirida desde el espacio –¡sí!, desde el espacio, a más de 500 kilómetros sobre el nivel del mar–, podemos apreciar balsas de sargazo de más de 10 kilómetros de longitud, con forma de gota en tonos de gris claro que se destacan sobre un fondo gris más oscuro. Debido a que las microondas no tienen color, solemos representarlas en tonos de gris.
Una vez que se emplean esos métodos computacionales avanzados, como la llamada inteligencia artificial, se pueden aislar aquellos pixeles que corresponden al sargazo solamente (figura 4), para determinar su extensión y su ubicación geográfica.
Como mencionamos anteriormente, el radar se desarrolló para detectar barcos y aviones enemigos, y desde la construcción de los primeros radares se aprovechó esta gran ventaja estratégica, aunque por su tamaño debían ser alojados en instalaciones secretas.
Más tarde, se diseñaron radares de menor tamaño para poder ser instalados también en barcos y en aviones. El avance de la tecnología permitió la construcción de radares cada vez más pequeños; tanto que, en 1978, la NASA (la dependencia encargada de la gestión aeronáutica y espacial de los Estados Unidos de América), puso en órbita el primer satélite civil que transportaba un radar diseñado para tomar imágenes de la superficie de la Tierra.
Aunque este satélite tuvo un tiempo de vida de unos pocos meses, las imágenes que adquirió de la superficie del océano fueron impresionantes. Tanto, que las agencias espaciales de países como Canadá, Alemania, Japón, China, India, Italia, España y Argentina, tienen algún tipo de radar en sus programas de observación de la Tierra.
Organismos multinacionales, como la Agencia Espacial Europea, han puesto en órbita dos satélites equipados con tecnología de radar (los Sentinel-1) que, irradiando con microondas el mar Caribe de manera regular, adquieren imágenes de la superficie del océano desde 2014.
Esta plétora de radares complementa las observaciones que se realizan regularmente con cámaras muy especializadas también transportadas en satélites, cuyas imágenes fotográficas estamos más acostumbrados a observar. Aunque en ellas las islas de sargazo se podrían apreciar más claramente, las imágenes de radar tienen la ventaja de que las microondas no se ven afectadas por las nubes y son independientes de la radiación solar.
Por lo tanto, en las imágenes de radar se pueden registrar las características de aquellos procesos físicos, químicos y biológicos que imprimen su huella sobre la superficie del océano, aún durante las condiciones más extremas y a cualquier hora del día o de la noche.
Y si lo anterior fuera poco, cabe mencionar que los radares también aportan un granito de arena en otro aspecto relevante para la detección de sargazo en el mar abierto, como la estimación de algunas características de la dinámica de la capa superficial del mar.
A partir de las imágenes de radar es posible estimar la velocidad del viento sobre la superficie del océano y obtener información de algunas de las características de las olas. Estos parámetros son fundamentales porque influyen significativamente en la capacidad de los radares para detectar objetos en la superficie del océano, como sargazo, petróleo, buques, etcétera.
En cuanto al viento, en muchos casos es posible estimar directamente de la imagen la dirección en la que sopla, ya que éste imprime una huella en forma de estrías sobre la superficie del mar. Conociendo esta dirección, la rapidez se calcula a partir de fórmulas matemáticas relativamente sencillas.
Por lo que toca al oleaje, a partir de las imágenes del radar se puede estimar la dirección predominante de las olas, así como su longitud de onda; incluso, se puede determinar si existe más de un sistema de oleaje, situación a la que los marinos llaman “mar cruzado” y que puede ser muy peligrosa para la navegación.
Bajo ciertas condiciones, con base en esta información es posible calcular las características de una corriente que es fundamental para el transporte de material –como el sargazo– en la superficie del mar. A esta corriente inducida por las olas se le denomina “deriva de Stokes”, en honor al físico anglo-irlandés Sir George G. Stokes, que la estudió en el siglo XIX.
Guillermo Díaz Méndez
CIGoM-CICESE
Francisco J. Ocampo Torres
CEMIE-Océano
Rogelio Hasimoto Beltrán
CIMAT
Bernardo Esquivel Trava
CIGoM-CICESE
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